Un bonito día estaba san Agustín paseando por la playa mientras iba reflexionando sobre el misterio de la Santísima Trinidad. Trataba de comprender con su extraordinaria mente analítica cómo era posible que tres Personas diferentes —Padre, Hijo y Espíritu Santo— pudieran constituir un único Dios...
Estaba absorto en sus pensamientos cuando se tropezó con un niño que había excavado un pequeño hoyo en la arena y trataba de llenarlo con agua del mar. Una vez tras otra, el niño corría hacia el mar, recogía un poco de agua en una concha marina y regresaba corriendo a verter el líquido en el hoyo.
Aquello llamó la atención de san Agustín, quien, lleno de curiosidad, le preguntó al niño qué estaba haciendo.
—Intento meter toda el agua del mar en este hoyo —le respondió.
—Pero eso es imposible —replicó el teólogo— ¿cómo piensas meter toda el agua del oceáno que es tan inmenso en un hoyo tan pequeñito?
—Al igual que tú, que pretendes comprender con tu mente finita el misterio de Dios que es infinito...
Y en ese instante el niño desapareció...
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